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El Siglo de MURILLO o la realidad superando la ficción

  • Foto del escritor: Retazos de Sevilla
    Retazos de Sevilla
  • 4 oct 2017
  • 2 Min. de lectura

El romántico siglo XIX es el momento cumbre de Murillo. Aunque su fama hubiese aumentado un siglo antes y el pintor naciera en 1618, es en este siglo en el que un clérigo puede llegar a poseer 300 Murillos, unos vaporosos, otros cálidos, o tal vez gélidos... Pero es el XVII el que dio luz a este gran artista de la niñez y lo pequeño hecho grande. La “estrella de Sevilla” vivió en un momento apasionante y al mismo tiempo desolador, una época de colores difusos en la que sorprendentes acontecimientos tuvieron lugar aquí, la ciudad que hoy recorren tus pies.


El siglo XVII se desdibujaba entre magníficos edificios que convivían con la pobreza, la traición y la caridad, el hambre y las epidemias. También el gran diluvio de 1626, ese del que el Guadalquivir fue protagonista exaltado, verdiacuosa serpiente que recorría unas calles anegadas hundiendo ante su ira el ganado y los caballos, haciendo desparecer el pan y a las monjas su clausura abandonar.

En plazas donde muchos de los muertos en la epidemia de peste bubónica de 1646 se habían enterrado, se construyen cruces de hierro y Sebastián Conde se erige como autor de esa famosa cruz que estuvo entre las calles Cerrajería y Sierpes, la que hoy pone la guinda al pastel que es la Plaza de Santa Cruz. Y es que es en este siglo cuando aparece el arte de ese elemento que encierra un espacio acotándolo como para darle más importancia y ponerlo elegante: Las rejas. No se ve algo con el mismo ansia cuando no están. Las rejas nos remiten a lo oscuro, pero sacralizándolo. Las rejas desprenden misterios de candil o, por lo menos, un querer la llave que las abre para entrar a pisar el suelo que separa.


Es el siglo de Juan de Mesa y la Roldana, un período sin la catarsis del teatro que fue prohibido, el tiempo de los “pechos” no deseados. Sí, unos impuestos tiránicos que venían de la Baja Edad Media y que los comerciantes y artesanos debían pagar al rey o nobles propietarios. Artesanos que luego comerciaban con sus productos y daban la bienvenida a las flotas llegadas de Indias con alegría y devoción. Todavía se puede imaginar como por el puerto de Sevilla correrían los panfletos donde aparecía una mujer de pechos tan desproporcionados como dicho impuesto, unos aplastando a la dama, otros a aquellos hombres que trabajaban con sus manos.


En definitiva, la Sevilla del XVII fue el mal y germen que resultaría en esplendor. Un cúmulo de eventos donde la sensación de suciedad que puede emanar de la carencia y escasez nos catapulta a un escenario de película trepidante culminado por lo brillante del arte, el ingenio y el aguante humano.

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